Antes que los labios

Un hombre viejo camina en Siracusa. Entre fatigado y exultante sube las gradas del teatro que alberg? a Esquilo y presenci? la fundaci?n de la tragedia impregn?ndose apenas de ese ardiente azul del cielo y del mar. Absurdamente piensa, piensa en la filosof?a, en su tentaci?n funesta, aunque en parte risue?o. Revive las conocidas peripecias de Plat?n cuando disfrazado tuvo que huir de la furia del tirano despu?s de haberle ofrecido sus consejos y servicios para el buen gobierno de la ciudad que lo hab?a acogido como a un ateniense en tr?nsito al borde de la Magna Grecia. Rememora de este lugar su historia y sus esquivas formas. Piensa en el d?a de 1934 en que el mayor fil?sofo, cabizbajo, regres? a su c?tedra, tras renunciar al rectorado para escuchar at?nito la interpelaci?n de la boca de un colega: «?Volviendo de Siracusa, profesor Heidegger?».El poder ejerce su influjo de mareas, el sello de la luna mientras el sofista expulsa de su mundo a los poetas custodios de palabras que no valen ni un denario para consagrar el destierro nel mezzo del cammin di nostra vita y delinear las celdas de los prisioneros de la gran caverna. ?Este ser que ahora escucha a trav?s de la oreja de Dionisio el susurro del horror, el eterno retorno de lo mismo ser? id?ntico al que en su juventud aprend?a en el Timeo la curiosa nostalgia por convertirse en amuleto, en la m?scara de oro en el esclavo de cualquier arbitrariedad reinante? En medio de extrav?os no alcanza a distinguir el Valle de los Templos al balbuciente Emp?docles antes de arrojarse al Etna. Mira las columnas de H?rcules por la ventana del trav?s y desconcertado no sabe qu? hace tan lejos de Samarra donde alguien a escondidas ya le dio una cita.